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La ilusión de un gran final

Fernando G. Toledo

Cuando en 1956 William Barrington-Coupe se casó con la pianista Joyce Hatto es probable que lo hiciera no sólo por amor, sino por lo económicamente rentable que podía llegar a ser este matrimonio.
Hatto, nacida el 5 de setiembre de 1928 en Londres, tenía talento. ¿Quién sabe si no iba camino a convertirse en una de las mejores pianistas del mundo? De hecho, a poco de casarse, consolidada ya como intérprete, comenzó a ser convocada por orquestas de prestigio y directores de la talla de Thomas Beecham o Victor de Sabata. Es cierto que había mucho camino por recorrer para ponerse a la altura de los grandes pianistas del siglo —sólo a su generación pertenecían Glenn Gould, Alfred Brendel y Friedrich Gulda—, pero al menos los primeros pasos estaban dados.
O eso es lo que creía su esposo, quien mientras tanto también aprendía su oficio. Coupe había fundado un sello discográfico y tuvo la mala idea de asociarse con el productor Joe Meek, hasta que este —paranoico y depresivo—, asesinó a su empleada y luego se suicidó. Al no poder afrontar el costo de seguir adelante, acabó un año tras las rejas por defraudación: desesperado, había intentado dedicarse a la venta de radios importadas, que nunca entregó.
Su mujer, en cambio, no tenía esas máculas. Se entregaba a las partituras y conciertos con una pureza que en nada se parecía a los negocios sucios de su marido.
Sin embargo, tras algunas grabaciones que le valieron encendidos elogios, Joyce Hatto desapareció de la vida pública. Corrían los años setenta y lejos quedaban los sueños de que fuera la nueva Clara Haskin. Coupe anunció las razones: la pianista había contraído cáncer y se retiraría a su mansión de Royston.
Pero Coupe, parece, se hizo una pregunta crucial: ¿qué podía hacer una intérprete, casada con un productor discográfico, que no podía actuar en vivo? La respuesta: grabar y publicar discos. Así, el marido de Joyce Hatto decidió mostrar al mundo cómo una pianista como ella vencía las adversidades y daba a luz interpretaciones de excelencia. Durante las décadas siguientes, lecturas de un ancho repertorio pianístico fueron abordadas por Hatto y publicadas por su marido: Beethoven, Liszt, Debussy, Messiaen, Chopin... Los más de 100 discos firmados por Joyce Hatto desde su retiro público hasta su muerte, en junio de 2006, llegaron a ser muy alabados por los críticos. Uno de ellos, Jeremy Nicholas, sorprendido por el nivel de una artista que pareció dar lo mejor de sí fuera de los circuitos, se convenció de que era Joyce Hatto «una de las mejores pianistas que había dado Gran Bretaña».
Empero, en febrero de 2007, un melómano puso un disco de Hatto en la computadora y la base de datos de internet no lo reconoció como tal. Miró la etiqueta y no había dudas: en su mano tenía el CD con los Doce estudios trascendentales de Liszt por Joyce Hatto, pero el registro digital decía que la obra la estaba tocando el pianista húngaro Lászlo Simon. Las puertas del escándalo se habían abierto.
La revista Gramophone, que investigó el caso, acabó destapando el fraude: Hatto no grabó ni una nota desde su alejamiento. En cambio a su marido los adelantos técnicos modernos le permitieron tomar grabaciones de pianistas como Vladimir Ashkenazy, Marc-André Hamelin y Jenő Jandó, entre otros y empaquetarlas con el nombre de su mujer en la portada.
«Sólo quería darle a mi esposa la ilusión de un gran final», dijo William Barrington-Coupe, reconociendo el engaño. Quizá, por una vez, en esto no estaba mintiendo. Los canallas también se enamoran y acaso este farsante no sólo buscaba hacer negocios sino también hacer de Joyce Hatto lo que no pudo ser: la mejor pianista del siglo.
Hoy Barrington visita la tumba de su esposa con el peor de los castigos: el haber hecho de ella, en cambio, la más resonante mentira que el reposado mundo de la música clásica haya vivido alguna vez. 




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